Una Excursión por la Sierra del Piélago

por el Conde de Cedillo

En el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, de marzo de 1905, se publicó el artículo que a continuación se reproduce, en el que se narra el viaje que en junio de 1904 realizó el autor por la sierra de San Vicente.

Las nueve serían de una mañana de Junio de 1904 en que el sol de los postreros días de Junio no extremaba sus rigores, cuando salimos á caballo de Navamorcuende, camino de la región del fresco perpetuo. Tres personas no más, montadas en sendas cabalgaduras, componíamos el pequeño cuerpo expedicionario; y eran mis acompañantes el ilustrado joven D. Bonifacio Blázquez Oliva, hijo político de D. Pedro Lázaro, rico hacendado de Navamorcuende, entre cuya simpática familia había hallado yo franca é hidalga hospitalidad, y un guía del país práctico en el terreno que íbamos á recorrer.
Tras hora y media de marcha llegamos al Piélago, alto valle ó extensa llanada que forma el centro de la sierra, y al cual circundan elevadas cimas que cierran el horizonte por todos lados. De mucho tiempo atrás es este nombre de Piélago aplicado á aquellas alturas, y, sin duda, debido á la pluralidad de fuentes y manantiales, y á lo exuberante de las aguas que de allí brotan, derramándose por las pendientes laderas en busca de la tierra baja.
La piedad escogió hace ya no pocos siglos aquel encumbrado sitio, y allì hubo una pobre y rústica ermita en la que, con nombre de Nuestra Señora del Piélago, veneraba á la Madre de Dios la devoción de los pueblos comarcanos. Acaso substituyó la ermita á un templo de Diana, como el ilustre Padre Mariana insinuó en un famoso tratado suyo. Ni del tal templo pagano, ni de cierta inscripción votiva que allí puso un Lucius Vibius Priscus y que vió Mariana, hallé rastro, aunque lo busqué con especial cuidado. Descubrimos, sí, en el fondo de aquel valle una gigante ruina. Era el antiguo monasterio de carmelitas, hacia el cual enderezamos el trotar de nuestros caballos.
Maestros fueron los carmelitas, como asimismo cistercienses y jerónimos, en el arte de elegir punto adecuado para sus fundaciones. Pocos lugares más á propósito para la vida contemplativa que el alto valle del Piélago, especie de nido natural colgado en lo supremo de la sierrra, limitado de horizontes, y que, más que á la tierra, parece pertenecer al cielo. La dejación mundanal y los fervores del espíritu tenían en aquel desierto cuanto les era necesario. Las abundantes aguas, los añosos encinares que poblaban el contorno, eran primordiales elementos de existencia para los amigos de la soledad, á quienes no faltaría allí refrigerio, calor en invierno y sombra apacible en el verano. Lo demás necesario ya lo procuraría con su paciente y metódica labor la monástica república. Así fué como los hijos del Carmelo asentaron en el Piélago, en época para mí ignorada, que nada hallé escrito de este cenobio (y es curioso caso) en las crónicas carmelitanas. Lo cierto y averiguado es que el monasterio, pobre en sus comienzos, llegó á ser rico y alcanzó mucho renombre é importancia en toda la región. Poseyó hartas tierras labrantías, una huerta, una alameda, prados, viñas y censos; ítem más “una brillante recua de mulos”, con la que transportaba aceites á Bilbao y á otros puntos, cargando al regreso distintos géneros; y, en fin, un pozo de nieve con privilegio de exclusiva en quince leguas á la redonda, y cuyos productos diz que valían nada menos que 80.000 reales anuales.
No maleó ó desvaneció la abundancia á aquellos buenos frailes, que eran generalmente estimados por sus virtudes y su espíritu hospitalario. Allá arriba subían gentes de los pueblos á cumplir votos y promesas y á buscar consejo y remedio en sus necesidades. Por junto á los muros del convento discurrían á la continua viandantes que andaban el camino entre el Real y Navamorcuende. El día de la Virgen del Carmen acudía la multitud en pintoresca y alegre romería, impelida por el fervor religioso y ávida de divertir el ánimo con lo grato del lugar, de la ocasión y de la fresca temperatura.
Con todo ello dieron al traste nuestras funestas discordias domésticas. Durante la primera guerra civil el monasterio fué arruinado; huyeron los frailes, fueron enajenadas sus propiedades, y de la casa religiosa del Piélago sólo quedaron el recuerdo y un esqueleto de piedra.
Delante de él nos hallábamos, y echamos pie á tierra. Entrando en la desolada mansión, dímonos á recorrerla en cuanto nos lo permitían los escombros y cascotes amontonados por doquiera y la lujuriante maleza que invade por entero el edificio. No pierda el tiempo en visitarlo quien sólo disfrute ante severidades del arte románico ó ante esplendideces del ojival. Allí domina por completo la arquitectura del Renacimiento, y no en la mejor de sus fases. La iglesia muestra su imafronte al Sudeste, y forman su puerta de ingreso labrados sillares en que sobresalen piramidiones ó picos, que por su disposición me recordaron la conocida casa de los Picos, de Segovia; sobre esta entrada dos grandes escudos de España y de la Orden Carmelita hacen brotar, enlazadas, las ideas de Religión y Patria. Alto, proporcionado, de grandes dimensiones es, ó más bien, era el templo. Sus muros se mantienen en pie, y agregadas á ellos algunas capillas laterales; pero las bóvedas de cañón seguido y la hermosa media naranja se derrumbaron. La ruina moral es allí mayor aún que la material, con ser ésta tan considerable. La que era casa de Dios es hoy vil encerradero. No se descubren ya hábitos carmelitas perdiéndose en la suave penumbra, sino buen número de reses vacunas, que pacen en la nave en pleno sol y á todos vientos; ni llenan el espacio los cánticos litúrgicos y las harmonías del órgano, sino la quejumbrosa voz del ternerillo ó el bramido del toro en celo... Poco queda del cuadrilongo y doblado claustro; nada, puede decirse, del capítulo, de la hospedería, del refectorio, de las celdas; restos de fuertes muros, desnudos huecos y sencillas bandas, en que las líneas rectas de la arquitectura renacida denuncian allí el carácter monástico, ajeno esta vez á la intención artística. Junto al convento, la extensa huerta, hoy menos deleitosa que antaño, en que los carmelitas esparcían el espíritu á la sombra de copudos castaños, de los nogales, ciruelos y guindos, y á la vera de limpísima fuente de exquisitas aguas.
Montamos de nuevo á caballo, y antes de un cuarto de hora nos hallábamos en lo más enriscado de la sierra, en el llamado cerro de San Vicente, junto á la, en tiempos, venerada, santa cueva de los mártires Vicente, Sabina y Cristeta. Bien conocida es la historia de aquellos ilustres hermanos, campeones de la fe bajo el dominio de Daciano. Cuenta una respetable tradición, por escrito consignada ha ya muchos siglos, que después de confesar á Cristo en Talavera, su patria, refugiáronse los tres hermanos en esta encumbrada cueva, distante cuatro leguas de su pueblo natal, y en ella permanecieron algún tiempo, preparándose santamente para el martirio. Más tarde, abandonando este retiro, siguieron su camino hasta Avila, donde, descubiertos por los perseguidores de la fe, alcanzaron la palma entre espantables tormentos. Y sabido es que en Avila sus sagrados despojos, que ya desde que ocurrió el martirio obraron prodigios, se veneran (no sin haber sufrido varias traslaciones) en el afamado y artístico sepulcro de la magnífica basílica, monumento insigne del arte cristiano, que mandó labrar el santo rey Fernando III.
La cueva era, pues, lugar señalado de antiguo por la devoción. El P. Mariana, que visitó el sitio y aun moró en sus inmediaciones en la quinta que en esta sierra de San Vicente tenía su gran amigo el Dr. D. Juan Calderón, Canónigo de Toledo, dejónos en el libro primero de su célebre obra De Rege et Regis Institutione una elegantísima descripción de la sierra y de la cueva. In summo vertice (escribe) ad Austrum, rupibus horridum, difficili aditu antrum visitur religione plenum, Vincentii et sororum, quo tempore Elbora profugerunt Datiani metu, latebra nobilis. La cueva, sin embargo, adelantado ya el siglo XVII, hallábase oculta por la maleza, olvidada y casi desconocida. Acaeció que por los años 1663 cierto sujeto, gran devoto de San Vicente, llamado Francisco García de Raudona, natural de Orellana la vieja, andándose por aquellas breñas descubrió la entrada del subterráneo. Casado y sin hijos el Francisco, con las necesarias licencias apartóse de su mujer, vistióse un hábito de ermitaño y se subió á aquel solitario paraje á hacer vida contemplativa y eremítica. Como abandonó á su familia abandonó sus apellidos familiares, haciéndose llamar el hermano Francisco de San Vicente. Con su caudal y limosnas, que no faltaron, labró una ermita sobre la cueva de los mártires; el ermitaño y la ermita presto adquirieron notoriedad; devotos en gran número subían desde los pueblos comarcanos á visitar la cueva y reverenciar las señales de los cuerpos de los santos hermanos, diz que estampadas allí en un peñasco; otros aún más desasidos del mundo se unieron á Francisco para practicar con él la misma vida de soledad y penitencia. Los noveles ermitaños siguieron primero la Orden de San Pablo, pero poco después tomaron el hábito del Carmen. La pequeña iglesia adornóse con altares, cuadros y efigies, algunas de mérito artístico. Junto á la iglesia alzóse un convento en miniatura, terminado en 1678, en que, con las más indispensables dependencias, no faltaban hospedería de peregrinos y librería. Damas linajudas, la condesa de Monte-Rey, la duquesa de Pastrana y la marquesa de Almazán, protegieron y aun dotaron pingüemente este pequeño centro religioso. El Prelado de Avila subió á visitarlo y lo elogió sin reservas. El Nuncio apostólico concedió licencia para colocar y guardar el Santísimo Sacramento en el altar mayor. Al par que en la oración, ejercitábanse los hermanos en faenas corporales, y en aquella cúspide de sierra formada por enormes peñascos, aderezaron un jardín, en que las parras, los manzanos, castaños y nogales prendían y fructificaban lozanos sin más riegos que los del agua del cielo....
Yo hubiera querido ver allí todo esto, y de ello no vi nada. Restos de la ermita labrada por el humilde ermitaño Francisco; vestigios del cercado de piedra que rodeaba al eremitorio; la bajada á la cueva, interrumpida al poco trecho; la cueva misma cegada; dondequiera ruina y desolación, en que colaboraron de consuno el hombre y el rigor de los temporales... En desquite, sentados á reposar en las ruinas confundidas entre graníticas moles, nos abismamos en la contemplación del inmenso panorama, sólo limitado por la magnífica, gigante sierra de Avila al Norte, y al Sur por los Montes de Toledo. Cerros, llanuras y hondonadas, parecen, vistos desde allí, ligeras desigualdades del terreno; el Tajo, el Alberche y el Tiétar semejan surcos abiertos por industria del hombre; pueblos grandes y chicos, agrupados los más próximos al abrigo de la sierra de San Vicente; al Sudoeste, Talavera, con sus aires de gran ciudad y sus altas torres, que parece van á tocarse con la mano, aunque están de allí cuatro leguas, y más lejos, y en todas direcciones, comarcas y territorios, y leguas y más leguas... Brillaba el sol en el firmamento entre torrentes de luz, que al herir la tierra le daba el uniforme aspecto de un inmenso rastrojo. Un calor asfixiante acompañaba, sin duda, á la luz intensa y blanquísima... la acompañaría allá abajo, pues arriba envolvíanos un airecillo tan sutil y penetrante, que nos hacía apetecible aquel baño de sol á las dos de la tarde y en pleno solsticio de verano.
Abandonando con pena nuestro observatorio y recorriendo á pie un terreno quebradísimo, llegamos en pocos minutos á la última etapa de la excursión por la sierra, á lo más avanzado de ella hacia el Mediodía, al pie de las ruinas más interesantes que existen en toda aquella región montañosa. Inaccesible casi por todos lados, rodeada de hórridos precipios, perdura allí aún la armazón de una antigua fortaleza, que ora se creyó alcázar, ora templo vetusto consagrado á San Vicente. Cuéntase que la poseyeron Templarios, quienes acumularon en tal casa fuerte considerables rentas y riquezas. Lo seguro es que castillo y rentas agregáronse á la iglesia de Toledo, conservándolos la Abadía de San Vicente, caducada dignidad que obtenía uno de sus capitulares.
El área de la fortaleza, no muy extensa, coincide con la cumbre ó meseta que había de fortificarse. Consérvase en parte, aunque con escasa altura, la muralla circunvalante; pero más que ella interesan una torre de planta circular adosada al Sudeste y un baluarte ó torre albarrana, en su terminación curvilínea, que se dirige hacia el Noroeste. Componen el aparejo mampuestos de mediano tamaño, colocados con bastante regularidad y unidos por fortísimo mortero de cal.
La voz vulgar atribuye este castillo, como tantas otras cosas, á los moros. A mí me pareció obra de cristianos, y de seguro no posterior al siglo XII. Pero en esta difícil materia las afirmaciones categóricas suelen ser aventuradas cuando no hay detalles artísticos que permitan definir con seguridad. En el mismo castillo descubrí trozos de muro construídos de hormigón, fábrica al parecer muy anterior, acaso romano-cristiana ó visigoda. Fronteros al castillo conservábanse en el siglo XVI dos sepulcros de piedra sin inscripciones, uno de los cuales se deshizo, según creo, con destino á la próxima ermita que en el siguiente se labraba. En vano busqué el otro, requiriendo algún documento más que me ilustrara cuanto á los orígenes de aquellas ruinas.
Aquí daba fin, en realidad, mi excursión á los montes del Piélago y de San Vicente, digna en verdad, no sólo de satisfacer al más inquieto y aventurero turista (passez le mot), sino también al hombre gustoso de saborear placeres del espíritu en sus más varios matices. Sí, aquella sierra es digno objeto de la inspiración de un poeta de altos vuelos. Aquella sierra, con sus árboles y sus praderas, con sus fuentes y sus arroyos, con sus cumbres y precipicios, con el perfume religioso de su historia, y su leyenda de los santos mártires, y su castillo de Templarios, y sus ermitas y ermitaños, y su monasterio carmelita, fuera noble asunto para caldear el genio de un Verdaguer castellano. Confieso que nunca en excursiones por mi tierra sentí como en lo alto del monte de San Vicente el apetito del estro épico...
Como la tarde avanzaba, era forzoso pensar ya en el descenso. Tornando junto á la cueva de los mártires, retrocedimos hasta la llanura del Piélago, donde mi amigo Blázquez y yo nos despedimos, emprendiendo opuestas direcciones: él para desandar el camino de Navamorcuende y yo para bajar á Hinojosa, ya sólo acompañado por mi rústico guía. Cabalgando siempre, emprendimos la bajada, que es en extremo pintoresca. El camino de herradura describe una extensísima semicircunferencia que recorre el llamado valle del Hoyo, abundante en espléndidos castaños de variados tonos, en nogales y robles. Altivo, enhiesto, queda siempre en medio el enorme macizo de San Vicente, que el viajero registra por todos sus lados, con el enriscado y roto castillo en la cúspide, que parece se va á subir á las nubes.
Jerónimo López de Ayala y Álvarez de Toledo, Conde de Cedillo ( -1934)





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